Lo que más me gusta de la montaña es que sólo existe ella.
Vas ascendiendo alejando de tu mente cualquier pensamiento.
En tu cabeza solo queda un lugar y es admirar.
Admiras los cielos, las laderas, los prados, las cabras, las vacas y hasta la niebla.
Admiras la tierra polvorienta en contraste con la vegetación exuberante.
Admiras los cientos y cientos de metros traspasados,
la vertiginosa caída que encuentras a solo un vistazo.
Caminas, y en cada paso encuentras sentido.
En la montaña la vida es algo distinto.
No hay atención más que ocupe su lugar,
ni nada mejor para lo cual, tus ojos enfocar.
Ella es inmensa. Sólo basta con que alces tu cabeza.
Parece inalcanzable y en tu caminar constante
aprendes a ser feliz con nada y todo a tu alcance.
No hay preocupaciones ni vagas distracciones.
El momento es ahora. El presente, cada paso al frente.
Vas con las manos vacías, apretando firmemente.
Y en la espalda cargando con lo suficiente.
Tus piernas te guían y tu corazón te sostiene.
Tu mente, de forma persistente, es lo más fuerte.
No importan las horas, el tiempo, el cansancio o sufrimiento.
Llegar hasta arriba es la mejor medicina.
Lo que daría por ese dolor todos los días.
Seguiré luchando para hacer mis piernas resistentes
y mi corazón valiente.
Por suerte, la montaña no desaparece.
Allí siempre seguirá en lo más alto, esperándote,
para proporcionarte un bienestar incalculable.
Un espectáculo, para todos tus sentidos, inigualable.
Así sí respiro. Menudo estreno el mío por los de Europa llamados Picos.